2.9.05

recuerdos de invierno


Lo escribí hace ya mucho tiempo, acababa de descubrir lo que era un blog y se lo mandé a mi amigo GUASABI. Él, sin encomendarse ni a dios ni al diablo lo publicó en un blog comunitario. Gracias a eso lo he recuperado hoy.


manos

El autobús era de esos largos, como gusanos que nos engullen y se retuercen en su centro al llegar a las esquinas. Desde la entrada y de un modo inconsciente mi vista recorrió los asientos, los vacíos y los ocupados, sin poder evitar entretenerse en algunos de sus ocupantes.
Casi al final un chico muy alto estaba sentado y me atrajo a sí con algún atractivo que la conciencia es incapaz de descifrar. A su lado una chica. Sus asientos eran de esos que se enfrentan a otro que viaja de espaldas, que me estaba aguardando. Esa disposición es premeditadamente grosera, como pensada para que los desconocidos se mezclen en las vidas de otros, obligándonos a recorrernos con nuestras miradas indiscretas, a escucharnos aunque sean susurros lo que emitamos.
La chica era mucho mas baja, la diferencia con su pareja se podía apreciar incluso sentados. Tenía treinta y tantos, treinta y bastantes. Sin embargo su cara, sin ningún atisbo de maquillaje, sus vaqueros y su chaqueta de pana gris, su pelo despeinado, hablaban de alguien joven. El chico también de su edad, quizá algo más joven, aunque en su pelo cortisimo brillaban salpicadas puntas blancas; vaqueros y jersey de lana negra muy gruesa.
Risas, cuchicheos y muchas miradas…,no, solo miradas. Estoy seguro que no se dieron cuenta de que yo existía, ni mucho menos de mis esfuerzos por mirar por la ventanilla y no romper con mi presencia el perfume que les aislaba del mundo. A cada tanto un beso o varios. Solo de cerca uno se daba cuenta de que no eran dos quinceañeros por lo infantil de sus caricias.
Casi rozando mis rodillas estaban sus manos que hacía siglos que se habían encontrado, dibujando continuas esculturas. Él, como sin darse cuenta, como si de un gesto sin importancia se tratara, repetía con la yema de su pulgar un laberinto infinito sobre los nudillos de ella.
¡Qué abismo entre mis dedos! Que anchos los vacíos de mis manos! ¡Y cuanto desee tener unas manos que besar! ¡Cuantos nudos por enredar con otros dedos!
Anoche, cuando llegué a casa lloré.

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