4.12.06

universitarios en Huertas


Hace unos días quedé con algunos de mis antiguos compañeros de facultad. A algunos hace casi 20 años que los conocí y cinco menos que dejamos de vernos a diario.
El otro día me enteré de lo complicada que es la relación con los adolescentes, de que los niños, ahora, el primer teléfono que tienen en sus agendas es el del Defensor del Menor, me di cuenta de lo difícil y tremendamente frustrante que puede ser acoger en tu casa durante años a una niña saharagüi, de la soledad inmensa e insalvable que se siente si estás solo y tus padres se mueren; de que a pesar de que yo nunca me lo he creído hay personas a las que los años le sientan muy bien y que se puede estar estupendo a los cuarenta y tantos y fatal a los veinte, de que hay gente que nunca se mojó en nada, que no lo hace ahora y que seguirá así toda su vida; de que hay gente imposible a la hora de vestir y después de dos décadas van igual de mamarrachos; de que el dolor arrastrado durante años se puede leer perfectamente en un rostro y que agudiza y resalta los defectos; de que a quien le falta un hervor, aunque se haya casado, tenga varios hijos y lleve una casa adelante, cuando se es tonto de remate te mueres sin mejorar. Y me di cuenta de que yo sigo escondiéndome en el humor y la ironía aunque esté a cien mil años luz de lo que digo y lo que hago.

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